No
recuerdo bien la ocasión en que vi el edificio de Antígona por primera vez,
pero supongo que habrá sido en los primeros días en que llegué a vivir al
puerto de Tampico, durante mi infancia, cuando el paisaje urbano del centro
histórico no dejaba de parecerme sino monótono y desangelado por su descuido rampante.
Sin
embargo recuerdo bien la primera ocasión en que entré al edificio en el 2013,
en que contemplé su centenario árbol surgiendo imponente sobre una escalera de
concreto (varias décadas más reciente al árbol) abierto como el colapso de una
civilización. Presentaba una obra Toztli Abril de Dios, actriz mexicana recién
repatriada de Europa y que después se convertiría en gran amiga, y asistían
como público grandes amigos como Paula Belli y Cruz Lisandro, invitados de
argentina, y tampiqueños de toda la vida como Rodrigo Vite y Melina Martínez.
De
súbito aquel edificio invisibilizado en mis recuerdos adquiría un carácter
intrépido habitado por personajes angustiados hechos de cera y animados por una
mano decidida, y el enorme árbol (¿orejón?) prestaba su potencia antigua y
sagrada como paso de gato para el servicio del acontecimiento escénico.
En el
mito griego, Antígona es la voz que exige conciencia sobre los ritos
funerarios. Respetar los restos, nos recuerda el mito, es la condición mínima
que nos exige la historia para brindarnos su legado humano. Como bien sabemos,
en el mito de Antígona todo acaba mal; desatender la memoria por la estupidez
de las leyes reanima los escenarios de la destrucción.
Ignoro
el motivo por el cuál Teatro para el Fin del Mundo otorgó a aquel edificio el
nombre de Antígona, junto a la larga colección de nomenclaturas del desastre en
la geografía del puerto, pero adivino en el presente una significación oculta.
En los
últimos meses varias ciudades del país han sido colonizadas por el lema de
publicidad turística “Orgullo tamaulipeco”. Para un yucateco, michoacano o sud
bajacaliforniano seguro surgirá la pregunta: ¿orgullo de qué? Y sin duda será
aún más legítima si presa de la promoción turística deciden visitar el centro
tampiqueño.
Convertida
en una geografía de la desmemoria, el que fuera el puerto más importante de
Latinoamérica hace un siglo hoy es derrumbado de manera continua y sin el
mínimo esfuerzo de rescatar registros históricos de vida cotidiana de manera
consistente. Es de suponer que para los analfabetas que toman dichas decisiones
debe ser motivo de “orgullo” convertir en cenizas el primer puerto industrial
del siglo XX mexicano. Qué mas da, pensarán, que el puerto haya sobrevivido a
dos invasiones extranjeras con un heroísmo asociado a la inescrutabilidad de su
trazo urbano, o haya sido la puerta de entrada y oportunidad de vida para miles
de refugiados de múltiples razas durante las dos guerras mundiales, así como el
puerto de México con mayor captación migratoria interna durante medio siglo… ¡A
la mierda esa historia y esa diversidad! Pues lo importante es tener un Mall
que se parezca al de McAllen.
Esa
mentalidad obtusa por supuesto tiene consecuencias prácticas (nunca faltara
algún vivo diciendo “¿y esos edificios viejos para qué demonios sirven?”).
Antígona poseía techos altos propios del estilo constructivo de los años del
Nueva Orleans mexicano. Al igual que su referente idílico estadounidense, el
puerto se formó por mezclas. Migrantes alemanes, franceses, griegos, huastecos,
yucatecos y libaneses (entre otros) descubrieron juntos que (además de servir
espléndidamente como escenarios teatrales) aquellas construcciones evitaban el
calor.
En un
entorno tropical descarado, sus habitantes ahora sufren la estúpida obstinación
de construir casas que asemejen las del Valle de Texas, donde las condiciones
climatológicas son claramente distintas. Por ello, media ciudad prende el clima
todo el día y la otra mitad se pudre de calor. ¿Y en Antígona? Muchos podemos
dar testimonio de que era un lugar de brisa; micro-clima que no es fortuito. Lo
menos que se puede esperar de un edificio es que sea un lugar agradable para
estar. No en vano fue sitio de peregrinación y trabajo artístico voluntario y
generalmente no remunerado para gente de todo el mundo.
En una
de las últimas ocasiones en que visité Antígona lo hice acompañado por
integrantes de la revista finlandesa de arte contemporáneo “Nur”. Recuerdo que
el sitio les causó una enorme impresión e hicieron una reseña del mismo
destacando la tensión entre el arte manifiesto en las distintas instalaciones
escultóricas y la naturaleza ganando terreno con la obstinación de un desastre
ineludible. Esa apreciación guardaba una conclusión oculta: al final la
naturaleza vencería sobre nuestra brevedad.
La
demolición de Antígona y el centenario árbol que la custodiaba no sólo fue una
reacción contra las actividades artísticas y culturales no-oficiales (o más
bien, anti-oficiales) que ahí acontecían, sino ante la incomodidad por el
futuro. Para quienes no vale la pena el paso del tiempo humano, dan igual los
actos dirigidos al arte que la naturaleza levantándose. Sin embargo, pese a lo
que pudiera pensarse, hay fuerzas más poderosas a la estupidez.
En el
último concierto en Antígona, grupos de rock alternativo de la región y sus
seguidores tomaron con rebeldía el sitio y lo convirtieron en una sucursal
vanguardista de la contra-cultura mexicana. Antígona tuvo en aquel desfogue
inusual sus rituales funerarios. Algún día la selva terminará por devorar todo
el puerto de Tampico. Antes de eso, no quepa duda, otros jóvenes y otros
rituales recrearán el ensordecedor grito de Antígona. Entre tanto, los mismo
idiotas contemplarán, indóciles, como todo a su alrededor muere.
Martín
Velazco/ Stultifera Navis Institutom
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