martes, 14 de marzo de 2017

UN SEPULCRO PARA ANTÍGONA; APUNTES SOBRE LA MATERIA DESFALLECIDA


Antígona se convirtió pronto en terreno fértil para la pólvora. En sitio de práctica para la autonomía que viniera luego a provocar otras realidades a nuestra escena. En espacio  tomado por la emergencia teatral de aquel abril del 2013. En la casa de un árbol que hacia recordar el sentido de la resistencia. Fue llamada Antígona por la rebelión y ahora sabemos que también por el sepulcro. Por haberse edificado en la penumbra de un puerto que no reconoce hasta donde su cuerpo puede extenderse por la zona limítrofe del mar. 

Llegamos a Antígona una tarde. El lugar era habitado por hombres anónimos que mantenían los vestigios de una arqueología aun no codificada por los nuestros. Articulamos ahí un inventario del despojo, del despojo como maquinaria que hace funcionar la ruina asociada a otras desgracias del tiempo y los espacios. Y en esa maquinaria Antígona tenía un insecto. Un insecto de especie desconocida que representaba la identidad de un sitio que se comprendía a sí mismo como clandestino, como edificio de la memoria del crimen, como instancia comunal de la sobrevivencia para un movimiento aún improbable.

Llegamos hasta ahí para construir un bunker con la posibilidad invariable de la permanencia. Lo amueblamos con los escombros de una civilización pasada en el expediente muerto de Tampico.   Y así,  Antígona, fue una provocación para articular otras realidades en los procesos de intervención que vendrían después como sistemas de tratamiento continuo: Programas de saneamiento y adecuación. Instalación de mobiliario electricidad y seguridad. Plataformas enfocadas a programas de entrenamiento teatral, talleres, laboratorios, conversatorios, conciertos, exposiciones, proyectos escénicos, fotográficos y cinematográficos. Espacio declarado autónomo por quienes entendíamos el derecho de aperturar trincheras emergentes de discusión pública frente a los episodios violentos de la ciudad, materializado en tierra fértil  para el transito libre de ideas y expresiones de artistas nacionales y extranjeros, situándose como un punto de referencia critica en la experimentación y generación de procesos multidisciplinarios en residencia.

Antígona hace unos meses fue demolida de manera arbitraria. Las máquinas llegaron sin previo aviso y comenzaron a echar abajo no solo cuatro años de ocupación, si no más de ochenta de historia. Desalojaron a dos familias. A quince  gatos y seis perros. Demolieron la escalera. Mataron el árbol. Y el tráfico vial frente a la avenida fue suspendido durante tres horas. Luego, la vida continuó su curso.

Quizá algunos notaron que algo faltaba en esa esquina. Nosotros no quisimos reconocer el cadáver. Asegurar que se trataba del sitio donde alguna vez nos encontramos. Comparar sus restos con los nuestros. Reconocernos en el silencio que ampara el dolor de la materia desfallecida. Del llanto compartido descrito por Kapuściński en El Imperio cuando ve derrumbarse a sus pies el casco antiguo de Ereván a consecuencia de los bulldozers, para luego atestiguar la llegada de bloques de concreto que conformaran un multifamiliar en su sitio.

Sabemos que el carácter del programa de ocupación adoptado por Teatro para el fin del mundo radica en la ocupación temporal de espacios comprendidos en el olvido y la violencia. Sabemos que el carácter de esta práctica puede relacionare con episodios de memoria testimonial reflejada en la arquitectura efímera del desastre, pero también sabemos que su demolición no puede sino ser considerada un crimen. Un crimen a la memoria de una ciudad, que quedará archivado como uno de muchos atentados cometidos contra edificios en ruina en este país y en el mundo. Depredar la ruina se ha vuelto una práctica común entre los que desean ver extinta la ciudad bajo la promesa del progreso, entre los que la ciudad es un proyecto de explotación a corto y largo plazo, los que han atentado contra las geografías de la historia común de nuestras sociedades sin suponer que en sus instancias del despojo radica una declaratoria contundente del pasado, una interpretación indispensable del presente y una clara expectativa de futuro para las prácticas escénicas en autonomía.

Hoy, encendemos la luz de una vela por Antígona al saber que finalmente ha sido demolida. Demolida pero no arrancada de sus cimientos. Sabemos que sus restos quedarán bajo la tierra de otras sociedades futuras. Sabemos que nos ha hablado con claridad tanto de desaparición como de resistencia y sabemos finalmente que aquí, será siempre recordada por los muertos.



Ángel Hernández/ Teatro para el fin del mundo

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